Cadena perpetua
La frase más escalofriante de esta cinta, que hace que, aún hoy, se me ponga la carne de gallina sólo de pensar en ella, es un estertor agónico proveniente de una garganta reseca, de unas cuerdas vocales atrofiadas, un grito sordo, apenas siete palabras que no se atreven a pedir compasión, tan solo compañía.
Enorme la película del maestro Campanella, de lo mejor que he visto en mucho tiempo en una sala de cine, con un guión espléndido, con unos diálogos magistrales (¡qué bien sabe combinar este hombre drama y comedia!), con unas interpretaciones que rozan la perfección (perdonen la ignorancia de este gallego, pero ¿de dónde sale ese pedazo de actor que es Guillermo Francella?; qué enorme cantera de grandes intérpretes tiene Argentina...). Si hasta se permite un virtuosismo visual como es el plano-secuencia del estadio de fútbol, totalmente incongruente con el estilo del resto de la película, pero realmente espectacular.
Pero..., sí, la obra no es redonda. Campanella, que es un genio a la hora de conmover, como ha demostrado en sus anteriores filmes, falla en aquello que mejor se le da. Hay dos escenas esenciales en esta cinta que, por algún extraño motivo, no sólo desentonan, sino que no logran involucrarnos; me refiero a la despedida en la estación y a la escena del ascensor. En ambas se busca provocar una emoción que las imágenes están muy lejos de transmitir.
Dejando aparte esos pequeños borrones, nos encontramos posiblemente ante la mejor película de su autor, una más que seria candidata al Oscar a la mejor película extranjera a poco que se lo proponga.
Imprescindible.
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